De pronto dejé de bailar, y la música ya no fue música, fue confusión, sonido púrpura que se volvió caliente mientras el mármol me recibía. Fue caer bajo el agua y asfixiarme, un cubrir de olas, piedras golpeando mi hueso. Espuma, gente. El rock dejó de sonar, una oración en su lugar. Intenté arrastrarme hacia atrás, pero el púrpura seguía resonando en mi tobillo y no pude. Quien se asfixia no grita, no habla; no pude llorar.
Alguien me sostenía de los hombros, lo único que parecía funcionar bien era mi vista, así que dejé caer la cabeza hacia atrás, dos ojos azules me miraban, como si hubieran absorbido toda el agua que me ahogaba. Respiré. Su expresión y sus manos que me sostenían, tuvieron sentido entre tantas caras que no entendía. Lloré. Ya no tenía que fingir ser fuerte. "Creo que está roto" le dije.
Matt llegó corriendo, y los dos me cargaron hacia un lugar cerrado, otra mano fuerte me tocó el tobillo, y algo como aceite me rodeó por dentro. Y aunque menos, la confusión, el sonido púrpura seguía encendido. En el cuarto, las manos de Craig sostenían mi cabeza, y yo le gritaba mi culpabilidad, mi enojo, coraje, grité todo, todo lo que me dolía, y él me seguía cuidando -todo estará bien. Como si yo misma también fuera su hija, y nada aliviaba más mi dolor que su ayuda.
La bailarina y Matt me quitaron el converse rojo, consiguieron hielo. Yo temblaba de frío. Matt fue como el mejor doctor, con sus palabras arrancó de mi cara toda la culpa, me miró y el miedo se fue corriendo. Ella deshizo con gracia mi vergüenza, sonrío y su seguridad fue mía también "todos están orando por ti" dijo. Matt me quitó el calcetín, La bailarina habló a mi corazón, los dos movían sus manos con música. Escuchándolos pude ver más allá de la confusión, recordé la verdad, recordé que soy amada. Y si el frío picaba mi hueso, mis manos se sostenían de Craig y todo volvía a estar bien.
Supervisados por La bailarina y mis amigos, los brazos de Matt y Craig me llevaron al auto. Esther manejó. Y aunque a la mañana siguiente debían estar rumbo a Mississippi, esos dos hombres, con los que una semana antes en esa misma sala yo me había sentido tan apenada, me acompañaron largo rato a la media noche, sentados en una alfombra junto al sillón donde estaba acostada con hielo y almohadas, platicándo conmigo, siendo mis hermanos y llenando mi corazón del amor de Dios como nunca antes lo había vivido.
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