domingo, 24 de agosto de 2014

Ariel y una historia corta sin fantasía



Sierra de Veracruz desde "La Balastrera" de Aldair Gonzalez S.
La blancura se ralló de rojo, se volvió rosada y Ofelia apagó la licuadora, escuchó pasar el tren que la llevaría a tomar su bote de las 11:00 pm y vertió ese último licuado de fresas salvajes sobre un vaso más alto que la licuadora, delgado como un remo solitario en la laguna de Asphar.

Ofelia vivía en su casa de madera con olor a vainilla, ahí aprendió a hornear, ahí donde vio por última vez a sus papás, donde se quedó sin nadie, ahí en la casa que limpiaba para ella sola y donde vio por primera vez a Ariel, un mensajero en motocicleta que todavía traía el campo de flores verdes y hojas amarillas escrito en los ojos. Ofelia pasó rápidamente el trapo sobre la barra y terminó de limpiar su cocina por última vez.

–Es mejor viajar cuando el satélite del Norte es violeta– Dijo la anciana por el camino señalando con un dedo. Ofelia miró el cielo –Le agradezco maestra Mathilde, pero no puedo esperar un mes más– la anciana sintió en sus pies cómo la tierra pálida se humedecía poco a poco, volviéndose negra –tienes razón, debes irte– dijo, sacando de su bolso un pocillo azul hecho con barro de los volcanes extintos, y tomándolo entre sus dos manos lo acercó a Ofelia. –No puedo recibirlo maestra– Ofelia agachó la cabeza y dio un paso atrás –lo vas a necesitar– respondió la vieja tomando la mano de Ofelia y depositando el pocillo en ella, la anciana apretó sin temblar esa mano tan joven.

Al pedir un café caliente, Ofelia recordó que había dejado su capa en casa de Martina, su mejor amiga, era la capa que le recordaba a un domingo bebiendo café negro con naranja y miel, cuando todo estaba bien y pasaba tiempo con sus amigos; recordó las manos de Ariel, sus cejas gruesas arriba de los ojos que miraban el sol con la cabeza recostada sobre el pasto. Ofelia no regresó por su capa a la casa de Martina, no quería verla llorar cuando se marchara, ni arrepentirse como la mayoría de los que alguna vez planearon marcharse para luego mirar atrás, a pesar de la destrucción inminente; ella prefería dejar algo para que Martina mantuviera esperanza, o que al menos la recordara así, como eran antes.

En la cafetería de la estación, Ofelia miró el café dentro de su pocillo azul, ya había escuchado sobre los volcanes antiguos, cubiertos de un hielo cobalto que no se derretía ni con el verano más caluroso, ni con el humo, ni con vapor. Cuando la lava del gran volcán no consumía jamás sus días, cuando nadie tenía miedo de viajar, y nunca pensaban en la libertad porque todos la tenían, cuando los unía el mismo sentir.

Su mamá, le contó a Ofelia el relato de la nieve que bajó hacia las ciudades, el campo y los bosques, el día en que el gran volcán apareció y los demás se esfumaron. Algunos jóvenes antes de huir del fuego y las rocas, tomaron trozos de nieve que se cristalizaron en sus manos, los que no murieron formaron con este barro un objeto para traer siempre en sus bolsos, cerca de ellos. Ofelia creía que tales objetos eran tan solo un placebo que a los ancianos les infundía valentía por recordarles que si sobrevivieron a la partida de los volcanes, se mantendrían de pie sobre cualquier otra prueba. Pero los maestros decían que tales objetos no eran sólo un símbolo, sino que algo bullía en su núcleo, transformando aquello que contenían, o cortaban, o tocaban, dependiendo de su uso.

De pie, con el boleto de tren en un bolsillo, esperando a que dieran las 11pm y mirando tras la ventana una luz amarillenta, Ofelia bebió el café, cuyo aroma conocía tan bien, ahí donde acostumbraba esperar el tren por las tardes de lluvia junto a Ariel y sus brazos, junto a Ariel y su risa, junto a Ariel empañando con su aliento los cristales de la cafetería, en la estación.
Ahora en ese pocillo de barro azul, el café le supo diferente, como algo que probó cuando era niña, mucho antes de que sus padres se fueran, cuando su mamá y ella pasaban tiempo en la cocina con ingredientes de tierras lejanas, terrones de panela con sabor a clavo, menta o limón; y hogazas de pan con higo, anís y otros nombres que no existen más que en su lengua original. No sabía lo que ese café, en aquel pocillo azul, estaba haciéndole a su corazón, su sangre, espina y mente. Por primera vez Ofelia sintió que no necesitaba fingir fuerza, ni valentía, simplemente se asumió como era ella misma.

Antes de que el fuego reinara sobre la tierra, Ofelia ya soñaba con vivir en las tierras del sur y conocer aquellos lugares de los que le habló su mamá cuando tenía cinco años, cuando creía que vivir los sueños no costaba más que un boleto de tren, una balsa y muchos años de paciencia para ser mayor. Cuando los murmullos de una nueva explosión llegaron a su aldea, Ofelia sintió miedo como nunca, pero sólo le bastaba tener la mano de Ariel sobre la suya, recargar la cabeza sobre sus hombros, y sentir que él era fuerte al decidir, ella lo seguía y se sentía segura. Planearon escapar juntos antes de que el fuego los absorbiera, antes de que los volviera parte de su maquinaria que consume las mentes que olvidando el agua se funden en el magma.

Hubo un pequeño temblor en la tierra, no quedaba ya nadie en la terraza del café, ningún tren se anunciaba, nade más que ella partiría, nadie estaba cerca y aun así Ofelia sentía seguridad, bebiendo de su pocillo, tratando de olvidar las tardes con Ariel, a Martina y el camino del campo, tan lejos de la destrucción. Mirando hacia arriba, directamente al cráter del volcán, el único que quedaba y que desapareció a los demás que sembraban el camino fertilizando la tierra con sus exhalaciones, Ofelia sintió un brillo del satélite sobre su rostro, un brillo que venía de abajo, y descubrió brazos de río que nunca antes habían estado allí. Salían de las faldas de un monte y llegaban hasta fuera del café. La tierra había cambiado.
Martina y Castor llegaron como de casualidad a la terraza donde Ofelia trataba de entender esos brazos de río que formaban pequeños lagos alrededor del volcán. Martina no llevaba con ella la capa, pero se detuvo al lado de Ofelia en silencio, ya no como queriendo convencerla de que no se fuera, y las dos supieron que todo pronto acabaría, que cada una estaría hasta el final donde decidió estar, sin poder arrepentirse más. Ni un poco de duda en Martina, ni un poco de miedo en Ofelia, y Castor de prisa como siempre miraba a Martina para apresurarla. Ofelia y su mejor amiga se sonrieron por última vez. Ningún abrazo, ningún suspiro. Castor salió del café, Martina salió tras él.

Ofelia ya ni siquiera temía encontrarse con Ariel, ni que la persuadiera para quedarse como tanto lo intentó después de haber flaqueado. Al final, Ofelia estuvo a punto de renunciar a marcharse, se quería quedar con tal de permanecer cerca de él y no dejarlo, de sufrir lo mismo que él sufriera tan sólo para poder mirar sus ojos un día más, y sentir lo que sentía todavía el último día, el último momento en que lo vio. Por razones así y por razones menos sólidas la gente se quedaba, por apego a su tierra, gente y cosas que tenían, por orgullo, por no decir adiós, por miedo a ser refugiado, por amor a la destrucción, por un imán que los atraía al volcán, por ignorancia. Pero los sueños que soñaba Ofelia cada noche le hacían alejarse más de la idea, no podía negarlos, porque sabía que si dejando todo se lanzaba a cruzar los ríos, llegaría a una tierra que el fuego nunca podría devorar. A pesar de que pareciera que nada tenía sentido sin Ariel, sus sueños fueron más fuertes que la dependencia que un día tuvo, Ofelia renunció a él y fue libre, renunció a lo que todavía le quedaba cuando lo miraba de cerca, de lejos, o al recordarlo por la noche sola en su habitación, cuando escuchaba pasar su motocicleta, y también cuando dejaba de escucharla. Ofelia, a diferencia de todos los que se quedaron, no tenía a qué aferrarse, no tenía nada más que el sueño que soñaba cada noche, desde hace años, sabiendo que su reinicio estaba lejos de ahí, que debía andar ligera para alcanzarlo.

El cielo se hirió de rojo, se volvió naranja, los lagos se fueron llenando de agua y atrás del volcán una explosión en llamas azules. Ofelia corrió al interior de la estación que estaba vacía, sólo un anciano quebradizo caminaba tranquilo hacia una banca apoyándose sobre un bastón de barro azul, su cabello escurría de agua. Ofelia se le acercó a paso veloz. –Niña no esperes más, si te vas a ir hazlo ahora, el portal de agua se está abriendo y no durará mucho– Ofelia miró el bastón que se arrebolaba como espuma de mar en el atardecer justo donde el hombre apoyaba su mano rugosa. Ofelia se bebió todo el café que le quedaba y guardó su pocillo en el morral que iba colgando en su costado. La piel se le volvió más pálida, como la de un delfín, pero ella continuaba observando al anciano sin saber qué decir –Niña, ¡vete ya! La maestra que te regaló ese pocillo no lo necesita más, ni yo necesito más nada –¡venga conmigo!– dijo Ofelia tomando del brazo al viejo para que se pusiera en pie –no. Mi tiempo ya fue, voy a descansar, pero no esperes a que nadie más llegue niña, los que se fueron se fueron ya, los demás no van a hacerlo– la tierra volvió a temblar y como si fuera a dar a luz, lanzó un grito muy grave, y muy bajo que duró más tiempo del que se le podía prestar atención –Corre hacia las aguas y salta– dijo el viejo cerrando los ojos para no ser molestado. Mientras se recargaba, alzó un poco la mirada y vio a Ofelia regresar casi corriendo hacia la terraza, que ya estaba inundada.

Las promesas de Ariel se habían consumido en cenizas, así como se oscurecieron sus ojos cuando Ofelia le dijo que aunque él no lo hiciera, ella sí partiría. Ariel la dejó ir como si fuera una desconocida, una que pasó por el camino durante dos días sin detenerse en alguna casa; la dejó de escuchar como si nunca la hubiera conocido, como si nunca le hubiera rogado que confesara lo que pensaba; la dejó ahí de pie y sola, donde ella describió sus sueños y la vida que imaginaba a su lado, cruzando las aguas. En una casa en un peñasco blanco. Ofelia planeó y pospuso la partida como esperando a que Ariel se arrepintiera, pero eso fue hace dos años y ahora ya no quedaba ni un pretexto, ni una hora más para marcharse.
Sobre la barda de la terraza una silueta estaba en pie, el agua no la tocaba, Ofelia no percibió nada por mirar sus pies y darse cuenta, con el agua colándose entre sus zapatos tejidos, que era agua helada. Atrás del volcán, el fuego ya no ardía tanto pero el cielo parecía sangrar. No había lanchas, no había nada. Entonces Ofelia saltó hacia la barda para lanzarse sin pensarlo un rato más.

–¡Ofelia!– le dijo el hombre dueño de la silueta, casi como si no pudiera articular otra palabra. –No tengo miedo– dijo, y salió de entre las sombras. Para no dejarse llevar por el impulso de su salto, ni perder el equilibrio, Ofelia trató de sostenerse de algo hasta que él mismo la sostuvo por la muñeca. Cada vez la piel de Ofelia se volvía más como de jadró, pálida, azulada. Los ojos de Ariel que alguna vez habían sido verdes, parecían hechos del agua que brillaba bajo el volcán, y Ofelia no tuvo que escuchar ni una palabra para saber que él ya no era el mismo. –Yo también soñé como tú y contigo, pero tenía miedo. Si quieres, Ofelia, vamos por el mismo camino, si tú quieres que vayamos juntos ya no será como antes, antes yo no sabía a donde iba y tú siempre sabías tu camino, pero ahora yo también conozco el mío– una roca enorme cayó sobre la estación de tren –¡El viejo!– gritó Ofelia tratando de bajar. Ariel se asió de ella, acercándola más a él para no dejarla ir –…Ahora que vamos al mismo lugar ¿Quieres venir conmigo?

Mientras Ofelia entendía lo que estaba ocurriendo, el agua inundó todo el balcón, ella sostuvo la mano de Ariel y la apretó con fuerza, los dos saltaron al vacío de agua que los arrastró por una corriente pequeña y pesada; sobre montículos de tierra, la gente miraba a su alrededor sin saber ni qué hacían, ni qué buscaban, ni qué ocurría; los pocos ancianos parecían más jóvenes que los mismos jóvenes, sentados y cerrando sus ojos en medio la destrucción, tranquilos; hatos de cerdos corrían hacia el fuego gritando como si murieran en el rastro. Ariel cubría a Ofelia en un abrazo, y Ofelia no sentía ya dolor de mirar lo que alguna vez vio como su aldea.

Ariel percibió el fuego sobre el agua, justo delante de ellos, y trató de esquivarlo, pero la corriente era tal que no pudo detenerse y un remolino los succionó poco antes de pasar por las llamas sobre el agua sulfurosa, segundos antes de perder la conciencia.
Arena, polvo de oro y un cielo como una mirada que no esconde nada, despertaron a Ariel, quien se levantó corriendo para ver a Ofelia, ella ya tenía desde antes los ojos abiertos. –Llegamos– dijo él, mirando al fin a su alrededor; algunos otros jóvenes, adolescentes, niños y adultos se acercaban a ellos. Ofelia había perdido su aspecto de palidez azul, pero sus ojos eran grises como la nieve a lo lejos sobre una montaña, en una mañana muy fría; se puso de pie tomando la mano de Ariel. El mayor de los jóvenes, sostenía una corona de plata con zafiros para colocarla sobre la cabeza de Ariel –Los estábamos esperando– dijo mientras estrechaba las manos de los recién llegados. Ofelia buscó su mochila alrededor de ella, sobre la arena, pero no había nada, y no le importó. Una niña de ocho años se le acercó escondiendo algo con los bracitos tras su espalda, estaba descalza y tenía un vestido de playa, sin decir palabra le entregó a Ofelia una corona de plata y cristal púrpura.

Ariel y Ofelia se miraron como si sus sueños se quedaran cortos con la realidad, uno de los jóvenes mayores se acercó a ellos. –Seguro tienen mucho que contarnos, noticias sobre las aldeas, sobre su viaje, nosotros también tenemos mucho que hablar con ustedes. Aquí hay suficiente trabajo por hacer y mucha vida por vivir. Por ahora vengan, les mostraremos su casa– el hombre se presentó y conversando caminaron sobre la orilla del mar, algunos niños iban jugando tras de ellos con el agua, otros intentaban mirar de cerca a los recién llegados, los últimos sobrevivientes, mientras los adolescentes trataban de calmarlos.

Ariel y Ofelia también jugaban con sus pies descalzos sobre las olas, nunca habían visto el mar. Andaban de la mano, el cielo era como alguna vez había sido según contaban los ancianos, azul, de nubes. A lo lejos apareció sobre un acantilado una casa de playa, con balcones y grandes ventanas abiertas de cortinas blancas. Un viento apacible recorría todo el lugar.

martes, 5 de agosto de 2014

Alguien canta una canción de amor por ti


Cuando sientes que debes luchar contra algo que es más grande y cuando tienes miedo, hay alguien que conoce tu capacidad, conoce lo que nadie más; cuando pretendes ser más o menos de lo que eres no le asombras, porque te conoce como ni tú mismo y le agradas simplemente así siendo tú sin un esfuerzo especial... Cuando te miras al espejo ¿Miras solamente lo que odias? Cuando fallas ¿Crees que eso te define? La gente quiere descansar en su aspecto, en su esfuerzo, quiere ser suficiente. Tú eres suficiente. Ni el mejor escultor podría crear algo que refleje más de lo que tú estás diseñado para reflejar, no tienes que verte como en las revistas, no necesitas un atuendo especial, porque estás hecho para atraer, para que lo de afuera se alinee y sea como lo que llevas por dentro, y así brillar lo que brilla en tu espíritu.
No necesitas grandes logros para triunfar, ni necesitas hacer algo para ser alguien, necesitas descansar en que estar dentro de la gracia de tu Creador es suficiente, para vivir, para disfrutar la vida con Él y con los demás, para sacar a la luz todo lo bueno que ya preparó para ti desde antes; sin preocuparte por el escalón en el que vas, ni en qué muro estás, porque eso ya no te define, lo que te define es la Palabra del que dijo "...te amo y eres ante mis ojos precioso y digno de honra." Sí, habrá luchas, también sueños y alegrías cumplidas que Él cruce en tu camino; pero mira al que va delante de ti, a la más alta meta, al que calla de amor contigo, encuéntrate con Él de verdad y dime si cualquier cosa en este mundo podría ser más grande, deseable o gloriosa que Él; Y ya dio todo lo que hacía falta para estar contigo. Ahora todo es posible.